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El 14 de abril de 1954 el diario ABC publica esta genial crónica del Viernes Santo lorquino visto a través del prisma del crítico televisivo Enrique del Corral.

La gente guarda en los bolsillos relojes de pulsera  para que no se estropeen de tanto aplaudir.

Desde las cinco de la tarde hasta las dos de la madrugada desfila ininterrumpidamente ante los ojos del espectador el cortejo de Viernes Santo en Lorca. Son nueve horas de tensión, nervios, de pasión desatada, de lucha oral entre «blancos» y «azules», los dos bandos que pugnan por vencer, sin victoria, a fuerza de oro, sedas, lujo y dialéctica ingeniosa.

Lorca tiene 85.000 habitantes; Lorca es rica; Lorca tiene abuelos musulmanes y tatarabuelos troyanos; Lorca tiene hijos como Mohammad Ben Alhah, como el rabino Hallorquí, convertido en Jerónimo de Santa Cruz; como Espartero… Pero, sobre todo, Lorca tiene un cortejo de Viernes Santo que no se parece a ninguno, con mucho de batalla y oración, de Parlamento y Ateneo, de circo y escenario, de opera y «plató».

Veamos. Alrededor de las tres y media, el público no cabe en sí de puro apretado; las gentes van y vienen de prisa, con ese aire y ese gesto que se adopta en las grandes solemnidades. No os extrañe ver, entre la multitud,  a «etíopes» de aspecto tranquilo e indiferente que fuman, dejando el cigarrillo en un cerco de carmín barato, ni a las escuadras de legionarios romanos que marchan en perfecta formación, ni a las bandas de tambores y cornetas que, con atuendos cesáreos, se abren paso a clarinazo limpio. Lorca, así, se transforma por momentos, y a uno que le parece que nuestra Era va a comenzar a la vuelta de una esquina o que Mr. De Mille nos va a mandar a retirar de la circulación para no estropearle un plano de masas.

Con ruido ensordecedor llega una cuadriga, que «aparca» junto a un supermodelo de Detroit; dentro en el «bar», Marco Antonio toma un café con un inglés, y ambos hablan en francés, que es el idioma de la diplomacia. Más cuadrigas, centuriones, Cleopatra de el brazo a un alférez de Alcantarilla; un poco detrás, Mahoma discute con un sacerdote una jugada de Di Stéfano, que vio en Madrid, y Nerón, con la lira bajo el brazo, dice «adiós» al pasar a Nabucodonosor, que bebe horchata en «La Alegría». El muro que estos días divide al pueblo, como masa, se espesa. La separación es tal, que incluso matrimonios se deshacen, temporalmente, si son de uno u otro pasos sus devociones. (Paso es en Lorca no el trono con la imagen, si no el desfile completo de una de las dos secciones fundamentales en que se divide el cortejo: paso Azul y paso Blanco.) Los que no participan en la procesión llevan en el sitio más visible un lazo o una escarapela del color de su Cofradía. Y así, todo el mundo aparece con el distintivo blanco o azul.

Ya son casi las cinco. Las tribunas levantadas desde las aceras, a todo lo largo de la calle principal hasta la altura de los primeros pisos de las casas, están abarrotadas. La gente guarda en los bolsillos relojes de pulsera  para que no se estropeen de tanto aplaudir. Suena un clarín, y en seguida redoblan tambores. Comienza el cortejo, que es imposible reseñar, aunque fuera con frialdad de programa, pues solo su enumeración supone el doble de espacio que ocupa este artículo. Bigas, cuadrigas, romanos centuriones con sus soldados, decurias… Marco Antonio, Cleopatra, los jóvenes macabeos, la Apocalipsis de San Juan; Tito, Domiciano, Flavia Domicia, Nerón, la Reina de Saba, Mahoma, Nabucodonosor, Salomón con las Doce Tribus, el Rey Ausuero, la Reina Esther, Mordoqueo. Cabalería romana, esclavos soportadores de tronos, en los que los poderosos se asientan… Lo increíble, en fin, es todo este increíble cortejo lleno de color y de lujo paganos, mantos bordados en sedas y oros como tapices de incalculable valor; tronos barrocos. Acero, hierro y madera.

Los que cabalgan alardean de su estilo de jinetes a la alta escuela; los aurigas llevan sus bigas o cuadrigas con soltura envidiable, y los tiros responden maravillosamente al látigo y al bocado.

Mientras se desplaza un paso, la multitud, como en un coro de tragedia griega, ha exteriorizado sus simpatías con aplausos frenéticos que ahogan la música; los detractores se han cansado de ridiculizar, sin acritud, lo que veían, y ahora, la decoración cambia por completo. Muchos balcones, con racimo humano, se cierran; otros, que estaban cerrados, se abren. Los que tenían puestos sus relojes de pulsera los guardan y los que permanecieron en los bolsillos salen a las muñecas. Comienza el desfile del otro paso, que dura también cuatro horas.

Si todo es fastuoso en el cortejo, el manto que viste a la Virgen de los Dolores excede de toda ponderación, como el de la Amargura, que, junto con el estandarte de la Oración del Huerto forma la joya de la Cofradía.

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Al terminar todo el desfile, son en el reloj las dos de la madrugada. Parece mentira, pero así es. Han pasado nueve horas; han transcurrido quinientos cuarenta minutos presenciando una procesión, cuyo conjunto tiene más del doble de figurantes que minutos y diez veces más caballos que horas. Los camareros han hecho prodigiosos equilibrios sirviendo cenas frías a los que, como en circo romano, presenciábamos, encaramados en las tribunas, el espectáculo inolvidable no solo por lo que se ve, si no por el ambiente, por el «clima» que lo circunda, y cuya descripción es imposible. Todo aquí es auténtico, sin asomo de trampa o cartón. No hay «film» que recoja con tanto acierto documental la época como este «Cortejo Bíblico» lorquino, que tiene de todo. Pero todo espléndidamente concebido y realizado. Es tal la riqueza, tal su costo, a pesar de que el «atrezzo» y vestuario es propiedad de las Hermandades, que no sale cada año. En este, no tendrá expresión externa. Fue en 1953 cuando yo vi esta procesión de Lorca, en la que rompen los diques del tiempo de Pilatos, y es el Antiguo Testamento el guión. Guión sublime y lección eterna.

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